¿Qué había hecho Adrián Silvio Pizarro? Le había aplicado un puntapié letal a una perra boxer, la que murió desangrada (en tiempos anteriores, el animal había formado parte de su clientela).
El juez Eduardo Etcharrán había desempolvado así la por demás benigna ley 14.346, de 1954, conocida como De protección al animal.
Una semana más tarde cobró notoriedad un caso similar.
Ambos indignantes episodios nos llevaron a recordar la historia de la famosa frase, universalmente aceptada, que indica que el perro es el mejor amigo del hombre.
Aunque no lo parezca, esa definición prácticamente institucional tiene dueño y, casualmente, fue dicha por primera vez en un estrado judicial durante un brillante alegato.
Corría el verano de 1870 en los Estados Unidos. En el condado de Warrensburg, Missouri, Viejo Drum era un foxhound muy conocido en el lugar por sus manifiestas habilidades en la caza de zorros que, por esos tiempos, solían darse opíparos banquetes en los gallineros de los vecinos del lugar.
Charles Burden, su dueño, lo amaba entrañablemente. Se sentía orgulloso de él y, cuando tomaba copas con sus amigos, no hacía otra cosa que hablar de las hazañas de su compañero de cuatro patas, que pacientemente lo aguardaba a las puertas del saloon.
Una mañana se desató la tragedia. Viejo Drum apareció muerto de un certero disparo en la cabeza. Lo encontraron junto a un alambrado de la finca del acaudalado Leónidas Hornsby, vecino de Burden.
Este último, tras llorar amargamente mientras abrazaba el cuerpo inerme de su compañero, no dudó. Las evidencias circunstanciales indicaban claramente que Hornsby había asesinado al Viejo Drum.
Burden, en su dolor, decidió que las cosas no podían quedar así y llevó el caso al Tribunal de Justicia de Warrensburg. Allí, luego de reírse de él por pretender que alguien fuese juzgado por la muerte de un perro, le indicaron que el máximo de la demanda no podía superar los 150 dólares.
La causa finalizó y el afligido dueño de Viejo Drum resultó derrotado.
Sin embargo, decidió no bajar los brazos. Apeló hasta que el caso llegó a la Corte del Estado, en la que se dispuso que fuese el tribunal del juez Foster Wright el que administrara justicia en forma inapelable.
Hornsby, el acusado, fue representado por dos luminarias del momento: Francis Cockrell, futuro senador de los Estados Unidos por Missouri, y Thomas Critteden, que llegaría a ser gobernador del Estado.
Como patrocinante de Burden y Viejo Drum actuó el coronel Wells Blodgett, que rápidamente se dio cuenta de que actuaría en desventaja.
Por pura casualidad, el militar se enteró de que en Warrensburg se encontraba George Graham Vest, un famoso abogado y asesor presidencial. Ni lerdo ni perezoso, Blodgett le suplicó que lo ayudara. El letrado, que más adelante ocuparía una banca en el Capitolio durante 24 años, aceptó por su amor a los perros.
El juez Wright, que estaba dispuesto a aplicar la fría letra de la ley para acabar con el caso ese mismo día, nunca pensó que asistiría a una lucha sin cuartel en la que se acuñaría la que después sería una frase famosa.
Critteden y Cockrell se dirigieron al jurado. Su pilar argumental giró en torno del valor monetario de la pérdida de Burden, que consideraron ridícula. Eso era lo que George G. Vest esperaba.
Tras meditar unos instantes, se puso lentamente de pie y, mientras caminaba de un extremo al otro de la sala, dejó de lado en su discurso el resarcimiento económico y habló de lo único que le interesaba: un perro había sido muerto salvajemente.
De su alegato, con el que ganó el juicio, sólo se conserva el fragmento que transcribimos textualmente:
Señores del jurado, el mejor amigo que tiene un hombre en el mundo puede volverse contra él. Su hijo o hija, a los que ha criado con amoroso cuidado, pueden ser desagradecidos. Aquellos que están más cerca nuestro y que nos son más queridos, aquellos a los que les confiamos nuestra felicidad y nuestro buen nombre, pueden traicionarnos.
El dinero que un hombre ahorra puede perderse. La reputación puede ser sacrificada en un momento de acción impensada. La gente que está dispuesta a caer de rodillas para honrarnos cuando el éxito nos sonríe, puede ser la primera en tirar la piedra de la maldad cuando el fracaso nubla nuestras cabezas. El único amigo absoluto y desinteresado que puede tener un hombre en este mundo egoísta, el que nunca es desagradecido o traicionero, es su perro. Con esto estoy diciendo que el perro es el mejor amigo del hombre.
¿Por qué, señores del jurado? Porque el perro de un hombre está a su lado en la prosperidad y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. El dormirá en la fría tierra, donde sopla el viento y la nieve se arremolina implacable, sólo para poder estar al lado de su dueño. Besará la mano que no puede ofrecerle comida, cuidará las heridas y penas que el encuentro con la rudeza del mundo le ocasione. Guardará el sueño de su pobre señor como si fuera un príncipe. Cuando todos los demás nos abandonan, él permanece. Cuando la riqueza desaparece y la reputación se hace añicos, él es tan constante en su amor como el sol en su viaje por el cielo.
Si el destino lleva a su señor a ser un proscripto en el mundo, sin amigos y sin hogar, el perro no pide otro privilegio que el de acompañarlo para defenderlo del peligro y pelear contra sus enemigos. Y cuando el último de todos los actos llega, y la muerte se lleva a su amo, no importa si todos los amigos siguen su camino. Allí, junto a su tumba, encontraréis al noble perro, la cabeza entre las patas, los ojos tristes, pero abiertos en alerta vigilancia, fiel y leal aun en la muerte.
Leónidas Hornsby no sólo debió pagar el doble de lo demandado sino que fue a da00r con sus huesos a la cárcel.
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